martes, 17 de abril de 2012

El Sentido de La Muerte

Si se reflexiona sobre la inevitable muerte, es difícil no plantearse el sentido de la propia existencia, limitada e irrepetible, e intentar evitar que sea un completo absurdo. La muerte sólo tiene sentido cuando durante la vida se ha completado una labor, que es considerada por uno mismo de suficiente valía. Cuando nuestra vida va transcurriendo por ese camino, el hombre se siente profundamente satisfecho y logra un desarrollo profundo y expansivo de su personalidad.

Si por el contrario, la vida transcurre de forma caprichosa, sin dirección, en función de meros hechos circunstanciales, el hombre se siente insatisfecho y la personalidad no se desarrolla. Si se vive con un planteamiento puramente hedonista y egoísta, donde el principal valor es la mera satisfacción personal  y el principal objetivo es la búsqueda del placer, se encontrarán muchas satisfacciones superficiales, pero a medio plazo se producen insatisfacciones profundas. Finalmente, se caerá en vacíos existenciales, por carecer de voluntad de sentido y entregarse a las pulsiones frente a las responsabilidades.

El hombre debe encontrar sentido incluso en las situaciones desesperadas, con las que se enfrenta desvalidamente. No existe ninguna situación en la vida que carezca de auténtico sentido. Existen aspectos en apariencia negativos (sufrimiento, culpa y muerte), que pueden y deben transformarse en aspectos positivos. Al cumplir un sentido el hombre se realiza a sí mismo.

En la sociedad de nuestro tiempo, enfrascada en la búsqueda social del placer, tampoco cabe nada que pueda implicar sufrimiento y dolor. La juventud y la salud son grandes “valores sociales”; la vejez se asocia con la enfermedad y la muerte y por eso se tiende a negar. Esta negación y rechazo a la vejez ha llevado a la utilización de eufemismos como el de la “tercera edad”, o “edad de oro”. En esta sociedad que huye de la enfermedad, el dolor, la vejez y la muerte, es normal que aparezcan múltiples personalidades y patologías fóbicas, hipondríacas, dismorfofóbicas y algofóbicas.

En esta feroz resistencia a envejecer está el germen de no saber hacerlo, y la frustración depresiva de perder una vitalidad y un protagonismo egocéntrico. La vejez es también la antesala de la muerte, y este hecho es rechazado y negado por esta sociedad. No se quiere pensar en la propia muerte, y si se hace, es para verla con el pánico de un hipocondríaco. En la mentalidad de la población parece latir la creencia de que toda enfermedad se puede curar, de que toda muerte podrá evitarse si se llega a tiempo a un hospital o se dispone de una tecnología puntera. Obviamente, éste es un pensamiento naif  y mágico, que no se corresponde con la realidad. Además, tal como decía Ortega y Gasset, se ha producido una “deificación de la ciencia”, invistiéndola de la posesión absoluta de la verdad. En realidad, la ciencia es en buena medida un ideal: la de hoy corrige a la de ayer y la de mañana a la de hoy.

La salud es uno de los grandes “valores” de nuestra sociedad, que va asociada a otros “valores” actuales como juventud y belleza. Otro error común es la idea de vivir permanentemente una vida saludable, bella y feliz, para poder entregarse al placer, y en definitiva al hedonismo. En muchos casos, esa entrega desmesurada al placer desemboca en enfermedad y sufrimiento (por ejemplo. La droga).

Salud y placer parecen estar al alcance de todos. Sin embargo, la enfermedad, el dolor y la muerte existen, aunque nos empeñemos en negarlas o rechazarlas. Nadie quiere oír hablar de esas cosas, es como si se asociase el sufrimiento con el daño moral, mientras que se está perdiendo el sentido de conformidad, paciencia y tolerancia al dolor. En general, se tiene pánico al sufrimiento y se huye desesperadamente de él. Lo peor es que en esta huida va implícito el propio padecimiento en diferentes modalidades: frustración, vacío, ira y negación.

Los hospitales y residencias de ancianos suelen contemplados como lugares “deprimentes” y a evitar, por lo que tienen de espejo de la decadencia, el dolor y la muerte. Incluso por algunos de los propios ancianos, los cuales prefieren estar al lado de jóvenes, con el fin de estar “cercanos” a la secuencia de “éxito”: salud, vida, vitalidad, placer, diversión y belleza.

En la mentalidad social contemporánea, la salud y la belleza no son atribuibles a la distribución azarosa, sino que constituyen a menudo una exigencia, un “derecho” que tenemos todos los ciudadanos. El hombre de hoy vive proyectado permanentemente en el futuro, pero sólo en la dimensión placentera: hipotecas largas y planes de vejez saludable, pero en esos planes se rechaza y se niega el sufrimiento y el dolor. El hombre quiere ante todo asegurarse la ausencia total del dolor, y paradójicamente se hace más vulnerable que nunca a él.

El fenómeno de la muerte viene siempre acompañado de una cierta angustia, la cual proviene de la comprensión y temor a la pérdida del yo con carácter impreciso. La angustia es un temor difuso, mientras que el temor se focaliza en la “disolución del yo”. Kühbler Röss llama a lo primero “duelo anticipatorio”, cuando ya la noticia es real.

El hombre actual no vive preocupado por la trascendencia de la muerte y su dimensión espiritual; sólo vive la muerte desde un paso previo a la misma que es la agonía. Es decir, ahora se está centrando la muerte en el término llamado “muerte digna”, en dilucidar si es ética la eutanasia, o si es irreversible determinado estado orgánico.

En el fondo, el problema está más centrado en el sufrimiento que en la muerte en sí misma y su trascendencia espiritual o de dimensiones más allá del cartesianismo. Buytendijk afirma que el miedo a la enfermedad y a la muerte es miedo al sufrimiento, proviniendo de facetas tales como temor al dolor, a la limitación física o psíquica, deterioro estético, invalidez, indignidad con la que algunas personas se perciben dentro de un cuadro clínico característico, entubado, sondado, monitorizado, etc. Es decir, a ser o hacerse dependiente. Paradójicamente, cuando ocurre el sufrimiento, las personas que no están preparadas sufren mucho más (Zabaleta “Quien no sabe sufrir algo, sufre más de lo que habría de sufrir”).

El miedo a sufrir paraliza a muchas personas, que evitan compromisos de diversa índole, como el establecer relaciones amorosas, por temor a posibles fracasos y a su inevitable sufrimiento. El sufrimiento y el dolor aparejados a crecimiento personal o utilidad purificadora, son actualmente anacrónicos. Sin embargo, la erradicación del sufrimiento es una quimera imposible, ya que es inherente al ser humano.

Muchas personas se sienten por todo ello desorientadas y confundidas, sobre todo porque los grandes avances han arrastrado a los valores sociales, y las personas observan las contradicciones constantes entre un valor y el contrario. Aparecen la angustia y la inseguridad, que no son más que falta de referencias personales, de proyectos vitales bien estructurados y con suficiente firmeza.

Las formas cultivadas de nuestra sociedad están agotadas y exhaustas, y por ello, nuestra civilización se siente impulsada y obligada a inventar formas radicalmente nuevas.

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1 comentario:

  1. Idoia18:37

    Educar en valores es algo primordial. Y luego sigo porque tengo q acabar de corregir los deberes de calculo de mis hijos... Predicar con en el ejemplo en el camino...

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